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Un sacramento que sostiene

Ayer, en la misa de las 12:30, el tiempo pareció ralentizarse en la Parroquia La Inmaculada y Santuario de Fray Leopoldo. Afuera, la ciudad seguía su ritmo de siempre, con semáforos, turistas y prisas. Pero dentro, bajo el mosaico encendido de las vidrieras y el rumor antiguo de los cantos, sucedía algo distinto: hombres y mujeres de rostros serenos, de pasos medidos, avanzaban uno a uno hacia el altar. No buscaban un milagro. Venían a ser sostenidos.

Era el 6º domingo de Pascua, y la celebración tuvo un rostro concreto: la Unción de los Enfermos. Presidía la eucaristía el Hermano Superior de la Fraternidad de los Capuchinos, Ismael, y concelebraba el Hermano Alfonso, vicepostulador de la causa de Fray Leopoldo. Pero, sobre todo, celebraban quienes han aprendido a vivir con el cuerpo frágil y el alma despierta. Aquellos que conocen de cerca el umbral entre la vida en plenitud y la incertidumbre del dolor.

Aunque muchas veces se confunde con la antigua “extrema unción”, la Unción de los Enfermos no es un sacramento reservado a los últimos momentos de vida, sino un regalo para todo cristiano que atraviesa una etapa de enfermedad, fragilidad o edad avanzada. Su sentido es el del acompañamiento. La Iglesia, como madre que no olvida, se hace presente con un gesto silencioso, con una oración compartida, con un aceite que consuela.

El sacerdote unge la frente y las manos. No hay estruendo, no hay milagros visibles. Solo una plegaria que acaricia, y un gesto que deja al enfermo en manos del Dios que sana, sí, pero sobre todo, que permanece. Porque no hay mayor curación que saberse acompañado cuando uno tiembla.

“¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor” (Santiago 5:14-15)

Ese óleo —el mismo que menciona la carta de Santiago— no es una fórmula mágica, sino un símbolo de lo más humano: la necesidad de ser abrazados cuando fallan las fuerzas. En ese instante, el sacramento se vuelve una pequeña revolución interior. Una certeza: también la fragilidad forma parte del Reino.

Ayer, mientras las luces de colores dibujaban figuras sobre el suelo del templo —como si descendieran del cielo mismo—, los rostros de quienes se acercaban a la unción parecían más livianos. No porque hubieran sanado del todo, sino porque alguien les había recordado, como también hacía fray Leopoldo, que su dolor no era olvido. Que su debilidad también es digna de amor. Y eso, en días como estos, es ya una forma de resurrección.

Hermanos Capuchinos

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